Trinidad, la ciudad del deslumbramiento
Antes de que sus callejuelas empedradas se abrieran sin pudor a medio mundo; antes, incluso, de que los primeros forasteros descarriados, mochila al hombro, comenzaran a llegar, la ciudad de Trinidad era como una isla dentro de la Isla, sin más vías de comunicación que las marítimas. Hasta que se habilitó el servicio público por ferrocarril, en 1919, y se inauguraron las carreteras que la conectarían con Cienfuegos y Sancti Spíritus, en la década de 1950, la tercera villa de Cuba se mantuvo aletargada en los tiempos de oro del azúcar.
Con la fisonomía del siglo xix prácticamente inalterada, la comarca ha ejercido durante décadas una fascinación mística que, al decir de la escritora folclorista Lydia Cabrera (1900-1991), se debe, más que al interés arqueológico de sus construcciones, “a la persistencia del pasado, que allí vive intensa, humanamente, no en una sola barriada, rezagado en una calleja de bello nombre –Media Luna, Lirio Blanco, Desengaño– donde los autos se cubren de ridículo; o alguna plazuela recoleta, sino en toda la ciudad, que no habla otro idioma que el de lo inactual, ni sabe moverse a ritmo que no sea el de antaño. En Trinidad, los muertos siempre tienen la palabra”.
Y a esa poesía del recuerdo se han venido aferrando sucesivas generaciones de trinitarios, albaceas no solo de un patrimonio arquitectónico de singular valía, sino también de un legado inmaterial que, a la vuelta del medio milenio, ha configurado su identidad.
De la particular simbiosis entre la villa y sus habitantes da fe Víctor Echenagusía Peña, reconocido experto de la Oficina del Conservador de la ciudad de Trinidad y el Valle de los Ingenios y defensor a ultranza de las tradiciones regionales: “Es una ciudad que te arropa, te protege; no es como otras, en las que el edificio aplasta al individuo. En Trinidad todo es holgado, hasta la luz es diferente. Hay un motivo de sorpresa a cada instante: doblas una esquina y te encuentras una visual inesperada, que se te interrumpe porque la calle se retuerce y llega no se sabe a qué lugar. Y, después, el hombre que juega dominó en la esquina, desafiando el calor. No puede encontrarse algo así en Nueva York, ni en Londres, ni en ningún lugar”.
Tampoco puede encontrarse, en toda América Latina y el Caribe insular, un paraje que haya llegado a nuestros días tan bien conservado hasta en sus más insignificantes detalles: la aldaba que anunció la llegada del conde de Casa Brunet; las lozas bremesas que servían de lastre a los barcos y terminaban vistiendo los suelos de la villa; los aleros de tornapunta, las rejas de madera, los puntos sobre la randa…
No por gusto la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) aprobó, en reunión celebrada en Brasilia el 8 de diciembre de 1988, la inclusión del Centro Histórico de Trinidad y su Valle de los Ingenios en la Lista del Patrimonio Mundial, como reconocimiento a sus valores, en tanto ejemplo eminente de “un conjunto arquitectónico que ilustra un período histórico significativo” y de “un hábitat humano tradicional, representativo de una cultura, y vulnerable bajo los efectos de mutaciones irreversibles”.
Conocedores de la joya que habitan, los trinitarios han venido restaurando de a poco –un muro hoy, una cornisa mañana– las 2 051 edificaciones con que cuenta el Centro Histórico Urbano, dividido en más de 50 manzanas, y han devuelto prestancia a los 276 kilómetros cuadrados que abarca el llamado Valle de los Ingenios, región donde convivieron decenas de trapiches y fábricas de azúcar en el siglo xix, y que hoy cuenta con 73 sitios arqueológicos, herencia del esplendor azucarero.
No es la opulencia de antaño, sin embargo, lo que más deslumbra a turistas cubanos y extranjeros, sino la posibilidad de encontrar, más que algunas calles e inmuebles de valor extraordinario, toda una ciudad patrimonial, de usanza decimonónica pero inequívocamente viva, cuyos pobladores se adaptan sin cargos de conciencia, a la posmodernidad y a las ínfulas cosmopolitas de la urbe.
“Trinidad me ha desconcertado” –confiesa Ana Teresa Guzmán, una madrileña que visita la tercera villa de Cuba en plena vorágine por el aniversario 500. “Antes había ido a Cartagena de Indias, a Guayaquil y a varias ciudades coloniales de América Latina, pero aquí todo parece mágico. Es como si entraras a un universo paralelo; es el sitio más espectacular que he visto”.
Con semejante opinión coinciden, desde los viajeros que cada día se escurren entre las callejuelas antediluvianas, hasta los más prestigiosos expertos: el Centro Histórico Urbano de Trinidad y su Valle de los Ingenios desconciertan, sobrecogen. Esa sensación es el argumento que esgrimen los especialistas para demostrar que, desde el minimalismo de una ciudad habitada, sin catedrales monumentales ni imponentes fortalezas militares, también se puede conquistar a medio mundo.
Tomado de oncubamagazine.com
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