En los 500 años de la villa de Trinidad
Caminando por el centro histórico de la villa de Trinidad, alguien me dijo que no era necesario explicar por qué la ciudad había sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Es cierto: Trinidad encanta porque mantiene sus calles empedradas, las aceras de ladrillos o de pizarra gris -llamada “bremesa” por venir en lastre en barcos procedentes de Bremen, Alemania-, las luminarias de hierro, las casonas de altísimo puntal cubiertas con elaborados techos de madera, y en sus fachadas enormes rejas desde las que podemos avizorar los amplios interiores, presididos por el patio, centro fundamental de las viviendas coloniales, rodeado por galerías que protegen las persianas “a la francesa”.
Algunas de estas mansiones ostentan, como afirmara el sabio español Ramón de la Sagra, “un lujo que pasa a prodigalidad”, con los muros cubiertos de decoraciones populares o de clásico empaque, a tono con las guarniciones que destacan los vanos, interpretaciones madereras de temas neoclásicos que penetran en las primeras décadas del siglo XIX procedentes de los Estados Unidos de Norteamérica.
Las casonas trinitarias concilian influencias diversas a la criolla manera, sobre la base de la casa-patio de raíz mudéjar española. Y esta arquitectura histórica funciona como marco de una población viva y activa, que ofrece al visitante la gracia de sus tradiciones, su música, sus artesanías, sus costumbres ancestrales y, por sobre todo, una proverbial hospitalidad que viene de viejo, de cuando un huésped era mimado y cuidado a la manera patriarcal.
Fundada en 1514 -una de las primeras de América-, la aprehensión de la ciudad tiene una extensión temporal muy dilatada y remota. Generación tras generación se fue configurando, piedra a piedra, por un reducido grupo de familias que enfrentaron el aislamiento de los siglos iniciales, las depredaciones de los piratas, el azote de las epidemias, los estragos de los huracanes…
Sin embargo, persistieron y se vincularon definitivamente a un sitio engarzado en un paisaje espectacular, presidido por las montanas y el mar, fronteras naturales que, a su vez, delimitan el territorio del Valle de los Ingenios, donde otrora se desarrollara uno de los centros productores de azúcar más pujantes del país y que fuera el fundamento del esplendor constructivo y cultural de la ciudad en la primera mitad del siglo XIX.
Azúcar producida con trabajo esclavo, lo que trajo consigo el colapso de esta actividad y con ello la parálisis física de Trinidad, que, aislada por sus montañas del resto del país, quedó detenida en el tiempo; de ahí el aún disfrutable silencio, la transparencia de un aire no contaminado, la destellante luz que realza el fuerte colorido de sus monumentos, el deambular sin prisas…
A Trinidad la siento como un extraordinario testimonio de época, como uno de esos espacios elegidos por la belleza de la obra humana y la de la naturaleza. En lo intelectual, con el fundamento de mi percepción del patrimonio cubano. En lo personal, como la ciudad de mis ancestros y la de mis hijos y nietos. Es, simplemente, un don del cielo.
Tomado de www.cubacontemporanea.com
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